Zygmunt Bauman, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, nació en Polonia en 1925. De origen judío, estudió sociología y filosofía en la universidad de Varsovia. Seguidor del marxismo durante la época de la Segunda Guerra Mundial y en las dos década posteriores a la misma, la dura campaña antisemita emprendida por el gobierno polaco a comienzos de 1968, que se recrudeció tras las protestas de marzo de aquel año contra el régimen comunista polaco, cambió su vida. Tras abandonar las filas del Partido Obrero Unificado Polaco, perdió su puesto de profesor en la universidad de Varsovia y debió exiliarse, tras ser obligado a renunciar a su nacionalidad, primero a Israel y luego al Reino Unido. Ocupa desde 1971 la cátedra de sociología de la universidad de Leeds, ahora como profesor emérito.
Este pensador distingue entre "modernidad sólida" y "modernidad líquida". Aquella preocupada por el desarrollo, la modernización, la industrialización; modernidad kantiana, racional, weberiana, fordista, la correspondiente al estado nación; criticable en muchos aspectos -en ella se produjo el genocidio en masa de los campos de concentración y de los gulag, y a su calor surgieron los regímenes totalitarios de corte fascista y marxista-, pero hizo posible los Derechos Humanos y apostaba por valores sólidos, durables y seguros.
Por contra, en la "modernidad líquida", la del tiempo presente, todo está subordinado al poder económico; poder multinacional, invisible, que ha convertido a los estados en meros gendarmes de las estructuras económicas. Una modernidad que nos hace vivir, a pesar del progreso tecnológico, sumidos en la incertidumbre, en la inseguridad y en la desprotección. Todo es provisional, tanto desde el punto de vista ético como desde el punto de vista de las relaciones humanas.
El ser humano ya no puede ser comprendido ni como "homo faber" ni como "homo ludens", ni tampoco como "homo sapiens", sino como "homo consumens". El consumismo de hoy no tiene como objetivo satisfacer necesidades sino deseos. El deseo es un motivo autogenerado y autoimpulsado que no requiere justificación ni causa. El deseo, por si mismo, no se satisface por sucesivas y breves materializaciones; encuentra en su propia "insatisfacción" su propia "insaciabilidad". Así, pues, el consumismo se ha convertido en una adicción. Como medio de hallar satisfacción, todas las adicciones, incluida la del consumo, son autodestructivas: destruyen la posibilidad de estar satisfecho alguna vez.
Robert Reich, en su obra The Work of Nations (1991), distingue cuatro grandes categorías de personas, atendiendo a su papel en la actividad económica: los manipuladores de símbolos, que inventan las ideas y los modos de hacerlas atractivas para el mercado; los que se encargan de la reproducción del trabajo, fundamentalmente maestros y funcionarios del Estado; los que se encargan de prestar servicios personales: los publicistas que hacen atractivo el producto y los vendedores que se encargan de las relaciones cara a cara con el consumidor; por fin, los trabajadores de la producción en masa, al servicio de la cadena de montaje, cada vez más prescindibles e intercambiables por las máquinas, que han alcanzado tal perfección que el ser humano se encuentra "acomplejado" ante ellas.
En este tiempo posmoderno que afrontamos la ética tiene un sesgo relativista, acomodaticio, que fructúa según los vaivenes de la economía. Conceptos cargados de valores como compromiso solidario, obligación ética o sentido del deber han perdido el peso que antaño tenían hasta casi desaparecer.
Para leer: ZYGMUNT BAUMAN, Modernidad líquida.